A veces las personas le ponemos nombre a las cosas según lo que ya conocemos. Muchas veces la gente sabe más de nutrias que de hurones, entonces a mi amigo Gustavo lo confundían siempre con una nutria. Cuando esto pasaba el no se molestaba porque sabía que además de que las nutrias son más populares que los hurones, ambos animales son muy parecidos entre ellos: él por ejemplo tenía patitas cortitas, carita redondita y pequeña, y un cuerpo delgado y alargado, tan alargado que yo la verdad nunca supe donde terminaba su cuello.
Su nariz era de sabor fresa, y olía siempre a tulipanes
de los que venden por las calles en San Valentín.
O tal vez solo era color rosa.
Gustavo cepillaba todos los días sus bigotitos mientras contaba cuántos de estos ya eran blancos. Recogía de su cama los pelitos que había dejado por la noche. Se duchaba dos veces al día. Y tenía la maña de rociarse perfume a cada ratito, pues, aunque a él le avergüence hablar de esto, los hurones por naturaleza expiden un olor bastante extraño.
Le encantaba salir a caminar y jugar a la pelota. Pero su actividad favorita, además de dormir al menos catorce horas al día, era mentir.
Con esto último quiero antes de continuar, defender un poquito a mi amigo: Gustavo no era mala persona porque las malas personas le mienten todo el tiempo a los otros, y él solo se mentía a sí mismo. Ahora que lo pienso, tal vez decir que su actividad favorita era mentir, es en sí una mentira... La verdad es que a Gustavo no le gustaba mentirse, solo que es algo que hacía, sin falta, todos los días.
Gustavo el hurón, usaba a diario la misma corbata: le gustaba porque combinaba con el color de su nariz, y también le recordaba a las fresas (o a los tulipanes) a los que él estaba tan acostumbrado.
Él era alguien de costumbres. Apreciaba mucho sus rutinas.
Tal vez Gustavo no aprobaría que te cuente esto pero, la realidad es que dentro de su armario guardaba casi-cincuenta corbatas (todas de distintos colores y estampados), las coleccionaba desde hace años en secreto. De esas casi-cincuenta corbatas, su favorita era una color girasol, pues estas eran de hecho sus flores preferidas. El ver su corbata le hacía recordar el verano, el calor de los rayos del sol, y el olor del campo donde estas flores color ámbar crecen. En la ciudad de Gustavo no había nada de esto, siempre hacía muchísimo frío.
Es bien sabido que con el frío
combina más el rosa
que el amarillo.
Como te había dicho, Gustavo era alguien de rutina. Mi amigo llegaba todos los días a su casa después de una larga jornada laboral, preparaba su ensalada favorita (la cual consistía de solo lechuga lavada tres veces), se metía a bañar, e inmediatamente después, se preparaba para irse a dormir. Una vez debajo de sus cobijitas, Gustavo se prometía a sí mismo que mañana sería el día en que por fin
escogería los girasoles
antes que los tulipanes,
su corbata rayo de sol
ámbar
amarilla
girasol,
antes que la rosada.
Y la parte no tan alegre de la rutina de Gustavo, es que cuando el mañana llegaba, se reprochaba al despertar el haberse comprometido a tal tarea.
El pobre y peludo Gustavo, había estado por años condenado a pasar su día sabiendo lo mucho que odiaba lo que traía puesto, y lo poco que había hecho para cambiar esto.
Un lunes por la mañana, a las seis con treinta minutos para ser exactos, un zumbido hizo que Gustavo se despertara de golpe; y con los ojos bien abiertos, y aún bastante confundido, estiró su manita izquierda intentando encontrar el botón que haría que su despertador se callara.
[Clic]
Pero aun en el silencio, Gustavo se sentía extraño, y estaba de hecho un poco mareado. Cerró sus ojitos unos segundos, y los abrió de golpe otra vez al recordar lo que había soñado.
En su sueño, se encontraba volando por encima de un bosque que parecía no tener fin. Hacía un día hermoso, el celeste del cielo lograba un contraste casi calculado con los miles de tonos de verde que se agrupaban en el suelo. Gustavo volaba muy rápido. Aun despierto creía poder recordar el frío del aire que movía sus pelitos para todos lados.
Todo esto era bastante extraño…
Yo se que tal vez te estés preguntando qué tiene de raro soñar con eso. Gustavo y yo estamos conscientes de lo común que es soñar con que vuelas: de hecho más del 40% de la población mundial tiene este sueño de manera recurrente. Habiendo dicho esto, déjame explicarte entonces que lo raro de la situación no está en el contenido del sueño, sino en el hecho de que, durante toda su vida, Gustavo nunca había sido capaz de recordar ninguno de sus sueños.
Para que tengas un poco más de contexto, Gustavo me pidió que te contara esto:
Cuando el era pequeño, (imagínate un hurón mas chico, con las patitas aun más cortas, la cara todavía más redonda, y la nariz aún más rosa), y sus amiguitos de la escuela llegaban emocionados a presumir como es que en la noche habían visitado, desde su cama, un mundo imaginario en el que todo era posible, Gustavo se llenaba de emoción y pasaba el día entero imaginando las aventuras que él tendría al dormir. Y al llegar a su casa y pegar el ojo, solo conseguía amanecer en el día siguiente.
Su mamá, la señora Guillermina, estaba comenzando a preocuparse por la obsesión que su hijito tenía por recordar alguno de sus sueños. Y una de esas noches se le ocurrió decirle:
[Mi vida, hoy que salí al pueblo, pase con el Dr. Orencio. Le conté tu situación. Me ha dicho que si quieres recordar lo que por las noches sueñas, haz de comerte al menos dos naranjas al día. ¡Es que eso era obvio! ¡No se como no lo había pensado antes! …]
Entonces Gustavo estuvo por tres meses comiendo hasta cuatro naranjas al día, de hecho dice que esto hizo que necesitara bañarse menos porque olía siempre como dulcecito.
Gustavo adulto aborrece el olor a naranja.
Entonces ahora ya entiendes porque el que Gustavo despertara recordando vívidamente el paisaje sobre el que volaba esa noche era tan alarmante. El la verdad no quería asustarse por algo así, pensó que ya era algo viejo para emocionarse por esas cosas. Así que decidió mejor hacer su cama, caminar descalzo hacia su regadera, esperar a que el agua calentita se dignara a salir, meter a esta sus patitas de una en una,
y…
Ahí estaba de nuevo.
¿Sería que, a partir de ahora, cada que cerrara los ojos tendría que repetir lo que acababa de soñar? ¿Iba a ser su vida así para siempre? ¿Acaso, el día de mañana, al despertar, su mente lo sorprendería con otro recuerdo imaginario, aún más extraño que el que tenía ahora? O tal vez, y no es que me guste mucho parecer pesimista, pero quizá nunca más volviera a soñar con nada (de nuevo). Y ahora, además de ir por la vida odiando lo que lleva puesto, tendría que añadir a su condena el vivir con el recuerdo de aquel sueño que un día le llegó de sorpresa y nunca jamás volvió a visitarlo.
Gustavo ya no tenía tiempo para pensar en nada de eso, tenía que estar en la oficina en menos de diez minutos. Así que mejor envolvió su pelaje en una toalla y dio dos brinquitos para llegar al tapete que tiene enfrente de su armario. Abrió las puertecitas y…
Y eso fue lo último que supe de mi amigo Gustavo.
Esperé muchísimo tiempo para que regresara a contarme que hizo después, creo que aun me gustaría saberlo. Escribí sobre él por última vez hace meses y desde entonces no hay día en el que no me pregunte cómo termina su historia.
Al inicio me preocupé un poco por Gustavo, me daba miedo que tal vez algo malo le hubiese pasado. Pero después de unos días mi preocupación se fue, y me dejó solo en el enojo. Enojada pensé que lo que Gustavo estaba haciendo era bastante egoísta. Yo no me merecía que me ignorara de esa forma, no después de todo lo que yo había hecho por él.
Intentar escribir su historia no fue tarea fácil: me pase horas y horas tratando de encontrar las palabras perfectas, de compartir la versión más realista y auténtica a todo lo que Gustavo me había estado contando.
Hubo un momento en el que llegué a pensar en terminar su historia yo sola. Decidir yo el final de Gustavo. Obviamente, a pesar de que me dejara plantada y se olvidara de mi para siempre, seguía queriendo lo mejor para él. Tenía la intención de darle un final feliz. Quería ayudarlo a que por fin lograra usar su corbata color girasol.
Iba a hacerlo, mas el tiempo solito me llevo a mejor aceptar que a veces escribo historias a medias.
Gustavo espero no pienses que me estoy rindiendo, pero es que la verdad estoy un poco cansada. Pase horas tratando de imaginar el resto de tu historia, intente de todo.
Hice que aparecieran personajes nuevos, y traté de revivir a los muertos.
Intente cambiarte de ciudad alguna vez.
Tire todas tus corbatas y llene tu armario con sombreros.
Recuerdo un día ponerte en el autobús equivocado camino al trabajo, con la esperanza de que al perderte, te estuviera también obligando a encontrarte.
Todo esto para que, si alguno de esos escenarios funcionara, pudieras por fin usar tu corbata amarilla.
Estaba segura de que cuando escribiera el escenario correcto lo sabría inmediatamente. Una parte de mi creía que cuando eso pasara dejarías de ignorarme y estarías orgulloso de lo bien que te conozco. Que tal vez, incluso, encontrarías extraño que pudiera adivinar absolutamente todo lo que hiciste después de abrir tu armario: me refiero a tus pensamiento, cada uno de los pasos que diste, cómo y cuándo es que respiraste, o la forma en que tus deditos peludos se cruzaban mientras le hacías un nudo a tu corbata. Estaba segura de que podría adivinar todo eso.
Mas hoy escribo esto con la esperanza de que esta sea la última vez en la que pienso en ti. Pues después de tanto pensar me di cuenta de que en lugar de regalarte un final, mejor debo solo pedirte una disculpa. Una disculpa por exigirte a ti, un pequeño hurón con nariz sabor fresa, la respuesta a la pregunta que ambos nos hacemos desde hace años. Pregunta que, como sabemos, acostumbra a perder valor con el pasar de las horas, y lo recupera de nuevo por las noches cuando ninguno de los dos puede dormir. Pregunta que al día siguiente, por la mañana, se vuelve el núcleo de aquella sentencia eterna que ambos pagamos desde hace años en silencio.
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Perdóname otra vez Gustavo, porque te prometí una historia y en realidad solo puedo escribirte media. Y perdóname aun mas porque es hasta ahora que me doy cuenta que nunca podré ayudarte (menos aún obligarte) a que sueltes tu corbata color fresa, mientras yo aún traiga la mía puesta.
¡Maravilloso cuento! Me encantó. Un abrazo.